Amanecía el campo argentino, donde el sol apenas despuntaba en el horizonte y el rocío todavía humedecía el pasto. El silencio del amanecer se rompía con el relincho de los caballos y el murmullo de los hombres que ya estaban listos para un día de trabajo: la yerra.
Mi padre, hombre de campo de los de antes, con la piel curtida por el sol y las manos firmes del que sabe lo que hace, se calzó su boina negra y ajustó el lazo. Nadie mejor que él para tirar ese lazo preciso, que parece una extensión de su propio brazo. Desde temprano, montado en un lobuno calzado de cuatro, se movía con destreza entre la polvareda y los mugidos de los terneros.
A su lado, mi hermano —más joven pero ya decidido— lo seguía en cada movimiento, atento a cada señal. Sus manos aún conservan algo de la juventud urbana, pero su alma ya es de campo. Es él quien ayuda a encerrar, a ordenar, a marcar el ritmo de la jornada como un segundo al mando.
Y ahí estaba yo, estática esperando que mi padre me dé la señal. Mi lugar no es arriba del caballo, sino en el suelo, donde se define el pulso del trabajo. Cuando el ternero cae con la precisión del lazo de papá, corro al cuerpo caliente que se sacude de miedo e instinto. Con decisión y rapidez, le agarro las patas traseras, firme pero con cuidado, como se hace con lo que se respeta. Mis rodillas se clavan en la tierra, donde rápidamente se extienden para calzar mis pies en la cara interna del muslo de los terneros. En ese momento se acerca mi papá, quién le dió la señal a mi hermano para que sostenga el cuello del animal. A medida que se va acercando desenvaina su cuchillo listo y afilado previamente para realizar la tarea que sólo manos expertas saben hacer. Es en ese momento él se hinca en su rodilla, cuando el cuchillo recorrió los testículos tibios del animal con la misma naturalidad con la que se heredan los oficios: una escena brutal, cargada de ritual y memoria, el acto estaba finalizado cuando mi papá le pone curabichera para cuidar la herida. Algunos mugidos son más fuertes que otros, pero el trabajo no se detiene.
El día sigue con el sol alto, quemando las espaldas. Los gritos, los silbidos acompañados por un sapucay forman una sinfonía rústica. En esos momentos, uno siente que el campo no es un lugar, sino una forma de vivir y de estar en el mundo.
Cuando suelto el último ternero (sosteniéndome de su cola para que me levante del suelo) es sinónimo que la jornada termina con ese cansancio que pesa en los huesos pero reconforta el alma. Papá se quita la boina y el guardamonte, mira el corral con la satisfacción silenciosa del trabajo bien hecho. Mi hermano lo imita, y yo, con las alpargatas llenas de barro y los brazos marcados por el esfuerzo, sonrío.